Del 10 de agosto al 22 de septiembre de 1792
En el 220º aniversario de la proclamación de la Primera República francesa
Por Florence Gauthier (*)
El pasado 22 de septiembre, Antoni Domènech cumplió 60 años. Varios amigos organizaron una pequeña celebración íntima.
La historiadora Florence Gauthier, que no
pudo asistir, contribuyó sin embargo a la fiesta enviando el texto
que a continuación se reproduce. El 22 de septiembre se
cumplían también 220 años de la proclamación de la I República
revolucionaria francesa.
El Gran Miedo de Julio de 1789 y la toma de
la Bastilla habían derrocado la monarquía absoluta; la Revolución del 10
de agosto de 1792 derribó la monarquía constitucional de 1791 y fundó
una república democrática.
Los Estados Generales, institución
medieval que autorizaba una representación del pueblo en forma de
gran consejo real de los tres órdenes, habían sido elegidos según el
principio “un hogar, una voz”. Eso afectaba a todos los jefes de hogar, y
muchas mujeres lo eran. Lo que no resulta para nada sorprendente,
habida cuenta de que la vieja concepción popular del derecho se aplicaba
a los dos sexos; ni la Iglesia ni las “elites” habían conseguido
todavía borrarla de la historia.
La asamblea de los Estados
Generales convocada por Luis XVI para el 1º de mayo de 1789, pero
reunida el 5, se transformó rápidamente en Asamblea nacional
constituyente, rechazando la división en órdenes (clero, nobleza,
Tercer estado): una revolución jurídica que derrocaba la
soberanía de la familia real para instituir el principio de la
soberanía del pueblo de la que la Asamblea había nacido.
En
esa época, las palabras “pueblo” y “nación” significaban la misma cosa;
luego, juristas sutiles convertidos en expertos en “ciencia política”
procedieron a distinguir entre ambos términos, pero en
1789 todavía no lo habían logrado.
La
“gran esperanza” del pueblo, nacida de la convocatoria de los Estados
Generales, sostuvo los esfuerzos de la Asamblea nacional y provocó, en
julio, una revolución por la vía de los hechos, derrocando la gran
institución de la monarquía: los intendentes, que controlaban la
administración, y los gobernadores, que mantenían el orden,
desaparecieron. Una gran “revolución municipal” permitió entonces a
los nuevos ciudadanos reorganizar el poder local y crear las
guardias nacionales formadas por voluntarios y desertores del ejército
real. Al mismo tiempo, la inmensa jacquerie que en tres semanas sacudió
a tres cuartas partes del país asaltó la institución del señorío.
Esta
revolución popular hizo retroceder al rey, que se disponía a hacer
detener a los diputados. Empujada por el inmenso aliento de
julio, la Asamblea nacional votaba el 26 de agosto la
Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, sentando los
principios de la Constitución venidera.
Lejos de ser una
referencia reciente, ese texto se apoya en la historia multisecular de
la idea de los derechos humanos, una idea nacida en la Edad Media y
luego amplificada. Se afirmaba el principio de la soberanía popular, sin
la menor traza favorable a un régimen monárquico ni aristocrático:
“Artículo 3. El principio de toda soberanía reside esencialmente
en la nación. Ningún cuerpo, ningún individuo puede ejercer
autoridad alguna que no emane expresamente de ella”. Esta
Declaración definía el objetivo de la asociación política con insólita
audacia: “Artículo 2: El objetivo de toda asociación política es la
conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre.
Esos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la
resistencia a la opresión”.
La resistencia a la opresión aseguraba
el carácter universal de este derecho; quedaban por definir los demás,
entre ellos el de propiedad. Si se trataba de la propiedad personal del
propio cuerpo, de su libertad, entonces todos los individuos querrían
defenderla, pero si se trataba de justificar la apropiación de los
frutos del trabajo ajeno, se dibujaba un conflicto. ¿Qué pasaría?
Desde
septiembre de 1789 y ante la radicalidad de la revolución de
julio-agosto, la aristocracia de los propietarios buscó desbaratar
las conquistas populares imponiendo leyes que vaciaban su contenido.
Un ejemplo: la Noche del 4 de agosto de 1789 había reconocido el
siguiente principio de naturaleza constituyente: “La Asamblea nacional
destruye por entero el régimen feudal”. Parecía dar la razón a las
jacqueries antiseñoriales, pero las privaba del fruto de la victoria
imponiendo el rescate pagado de los derechos feudales: algo de todo
punto imposible para los numerosísimos campesinos pobres que no podían
avanzar 20 o 25 veces, según los casos, el montante anual para
liberarse del mismo. De modo que el señorío se mantuvo tanto tiempo como
duró la guerra civil abierta por esa legislación contradictoria, es
decir, hasta la ley de julio de 1793, que puso fin al señorío francés,
en beneficio de los campesinos arrendatarios.
Otro ejemplo: la
población estaba enfrentada a la política de “libertad ilimitada del
comercio de granos”, que correspondía a una ofensiva de los economistas
que hoy llamaríamos “liberales”, aunque ese término no existía
todavía. Esos economistas pensaban que el alza de los precios de las
subsistencias enriquecería a todo el mundo: se equivocaban, y su
política cobró la forma de una especulación con el alza de los
precios, al tiempo que los salarios estaban congelados. El resultado
fue la provocación de “hambrunas artificiales” que trajeron consigo
crisis de mortalidad en la parte más frágil de la población con salarios
más bajos. Buscaron estos resistir por la vía de las “emociones
populares”, reclamando a los poderes públicos la “tasación de los
precios” en el mercado a una tasa proporcional a sus salarios,
a fin de tener abierto el acceso a las subsistencias. Pero los
economistas replicaron que el derecho de propiedad moderno debía ser
reconocido y protegido por la ley. Ese derecho exclusivo del propietario
sobre los bienes materiales por él adquiridos era de todo punto nuevo
en Francia: ¿se impondría? El pueblo le oponía una definición harto
distinta del derecho de propiedad: reconocía un carácter social, común y
público a todas “los productos alimentarios de primera necesidad” y
rechazaba el ejercicio de ese derecho exclusivo imponiendo un control
social sobre la producción, el comercio y los precios de esos
alimentos.
A la espera de una legislación favorable, el movimiento
popular buscaba aplicar su programa de “derecho a la existencia” para
vivir. Entonces la Asamblea, cuya mayoría había sido ganada por las
ideas de los economistas, votó el arma suprema: “la ley
marcial” contra “las asociaciones sediciosas” que ponían en causa el
derecho exclusivo de propiedad. Desde 1789 hasta el 10 de agosto de 1792
se fue votando una serie de complementos a la “ley marcial” que
afectaban a todas las formas del movimiento popular: jacqueries,
tasaciones de precios de los alimentos, huelgas obreras, derecho de
redacción de peticiones colectivas (la Ley Le Chapelier era parte
de esa serie).
Seis grandes jacqueries se sucedieron en este
período, imponiendo su ritmo a la Revolución: julio de 1788, invierno
1789.1790, otoño-invierno 1790-1791, primavera de 1792 y otoño de 1792. Y
allí donde el pueblo consiguió aliarse con los guardias
nacionales locales, la ley marcial no fue aplicada.
Por otra
parte, después de agosto 1789, esa misma aristocracia de los
propietarios se empleó a fondo en su oposición a los principios
de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano.
El texto mismo se convirtió en objeto de controversia, cuando “el lado
derecho de la Asamblea”, amedrentado por el artículo primero –“Los
hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos”— busco,
primero, “moderarlo”, y luego, suprimirlo. El “lado izquierdo” salió en
defensa de los principios de la Declaración, que le servía entonces de
brújula para orientarse políticamente. El “lado derecho” logró imponer
un sufragio censitario que reservaba el derecho de ciudadanía a los
ricos mediante un “sistema censitario”: el derecho de voto dependía de
la tasa de impuestos pagada. Sólo entonces acontece la exclusión de las
mujeres del derecho de voto y la sutil distinción entre “ciudadanos
activos” y “ciudadanos pasivos”.
Finalmente, la guerra, diversión
suprema propuesta por los brissotinos [1], permitió al rey, jefe de los
ejércitos, tomar el control y nombrar al estado mayor. El proyecto
secreto del rey era perder la guerra y permitir así a los ejércitos
austro-prusianos, a cuya cabeza se hallaba la contrarrevolución de los
emigrados, aplastar la revolución y reestablecer los poderes
reales, comenzando su soberanía. Las pruebas de su traición fueron
descubiertas poco tiempo después de la Revolución del 10 de Agosto.
Entretanto,
los soldados sufrían las traiciones de sus generales, se amotinaron y
lograron informar a la retaguardia de lo que se tramaba en el frente. El
“lado izquierdo” denunció las maniobras de la corte y de los diputados,
y ofreció un programa de acción inmediata: las asambleas comunales, en
donde se reunían los ciudadanos de los dos sexos, se declararon
permanentes, como se usaba en momentos de peligro, y llamaron a la
destitución del rey; organizaron la salida de voluntarios con cita en
París en Julio. Esos voluntarios recibieron el nombre de Federados. En
ruta hacia la capital, el batallón de los marselleses aprendió la
canción a la que dejó su nombre, la Marsellesa.
En París, las 48
secciones de la Comuna acogieron a los federados y prepararon
conjuntamente la Revolución del 10 de Agosto. El 11 de Julio la Asamblea
declaró finalmente a la Patria en peligro. La Comuna insurreccional se
formó. Las consignas eran las siguientes: exigir a la Asamblea la
destitución del rey y la convocatoria de una asamblea constituyente
elegida por sufragio universal.
En la Asamblea, los partidos del
“lado derecho” negociaron con el rey y, en la noche del 9 al 10 de
agosto, lo recibieron esperando un giro de los acontecimientos. El
grueso de las tropas se pasó a los insurgentes, salvo los suizos al
servicio del rey y algunos gentilhombres. El combate fue
áspero, y triunfaron los insurgentes. Entonces, la Asamblea aceptó
declarar la destitución del rey y convocar la Convención, esa segunda
asamblea constituyente del período revolucionario, cuyo nombre está
asociado a la república: era el pueblo quien convocaba, no un rey. Este
último fue conducido ala prisión del Temple.
Las elecciones de la
Convención comenzaron el 2 de septiembre, con sufragio universal al
estilo de la de los Estados Generales, es decir, las de las asambleas
primarias comunales según la tradición popular. La Convención fue
“constituida” el 21 de septiembre, y Gregoire propuso “destruir esta
palabra de rey” decretando la abolición de la realeza como
principio. El decreto fue proclamado en un París en fiesta.
Al
día siguiente, la Convención redactó el decreto, decidió la reelección
de todos los cuerpos municipales y judiciales y votó finalmente la era
republicana: los actos públicos serán datados a partir del año I de la
República, que debutaba el 22 de septiembre.
Referencias bibliográficas
Fuentes:
-
Robespierre, « Tableau des opérations de la Convention depuis
le premier moment de sa session, 21-25 sept. 1792 », Lettres à ses
commettans, in Œuvres, t. 5, p. 21-32.
Florence Gauthier: 220 amiversario de la I República revolucionaria francesa www.sinpermiso.info 22 sep 2012
Trabajos:
- Alphonse Aulard, Histoire politique de la Révolution française, Paris, 1901.
- Albert Mathiez, La Révolution française, Paris, (1922-1927), 2012 ;
- Le Dix août, Paris, (1932), 1989.
- Georges Lefebvre, La Grande Peur de 1789, Paris, 1932.
- Henry Doniol, La Révolution française et la féodalité,Paris, 1876.
- Florence Gauthier, Guy R. Ikni éd., La Guerre du blé au XVIIIe siècle, Paris, Ed. de la Passion,
1988.
(*) Florence Gauthier (Université Paris 7-Diderot) es miembro del Consejo Editorial de SinPermiso